Un mozo del ayer.

Vivió su niñez en Sancti Spíritu, y la adolescencia en María Teresa, conociendo en la chacra paterna la dureza de las tareas rurales. Juan Eduardo Gardeñes apenas apuntaba el alba sentía en sus hombros la escarcha de la madrugada y en sus manos el contacto de la chala congelada aferrada a su fruto, la tarde la ocupaba la escuela, la noche los deberes y la placidez del sueño. A pesar de las carencias y los juegos distantes la recuerda como una etapa feliz, de esas que quedan en los rincones del alma como una sonrisa que apacigua los dolores y le da otro rostro a la vida.


“Ni radio había en la casa, los domingos aprovechaba a escuchar los
partidos de un vecino, mientras en el corral jugábamos al fútbol”,
rememora. No pensaba entonces en otra cosa que no fuera el campo y lo
que éste le daba. En los umbrales de la juventud se radicó en Venado,
“mi padre compró un almacén en Tucumán y Rivadavia, lo vendió para ser
conserje del Bochin Club, yo trabajaba de lavacopas en la vieja
Terminal de Ómnibus, después hice de mozo apenas un tiempo y me fui
con los viejos para ayudarles en la atención del buffet”. Cuando se
incorporó al servicio militar, los padres dejaron la conserjería. A
su vuelta tuvo que volver a empezar.
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No hubo alternativa: Eligió lo que sabía hacer. Trabajó seis años en
el Hotel Londres (actual Riviera) en la década del 50. Atendiendo el
comedor unos pasajeros del hotel se sorprendieron ante su negativa a
recibir propina, impedido por la vigencia del laudo sobre lo que se
consumía; “al tiempo retornaron y pidieron hablar conmigo, primero me
preguntaron cuánto ganaba, después hubo un ofrecimiento tentador que
superaba con creces la cifra que yo percibía. Somos los dueños de La
Emiliana - uno de los restaurantes más renombrados de la Capital
Federal - me dijeron”.
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Sin salir de su asombro escuchó una ponderación halagadora de su
persona, “lo que necesitamos es que allá sea la misma de acá, nada
más; usted sabe tomar el pedido, conoce el menú, es cordial, habla lo
necesario, no se apoya en la silla del comensal, viste prolijamente,
los zapatos lustrados, bien afeitado, el cabello corto, lleva doblado
en su brazo el repasador como corresponde, entre otras cosas que hemos
observado. Piénselo. Me dejaron su tarjeta, y se fueron. Y nunca fui”.
Estaba bien acá, soltero, ganando buena plata. ¿Para qué? Se dijo.
Reconoce que, después, se arrepintió.
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“Es un oficio que me gustó siempre; a los 60 años, cuando dejé, tenía
la misma paciencia para atender a la gente que cuando joven”, señala.
La diferencia entre aquel tiempo y el actual, la ejemplifica: “Había
oficio, ahora no existe, es una changa; los mozos de bar sabían hacer
cocteles, con su brazo en alto llevaban la bandeja con el pedido,
moviéndose entre las mesas y la gente sin cometer torpezas; había
varios comedores, faltaba un mozo y se llamaba al gremio, el que
llegaba, quizás, no había entrado nunca a ese restaurante, igual se
desenvolvía con absoluta tranquilidad. Había oficio. Hoy se acabó”,
enfatiza.
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“Un mozo, trabajando a la carta, puede atender bien hasta 15
personas, los sábados la gente reservaba en mi sector de 40 a 45
cubiertos, lo que me exigía una concentración tremenda; lo compensaba
la buena propina”, agrega. Entre los mano suelta recuerda a Roque
Boyle y Luis Grossi “¡Tipos generosos!”, resalta. Trabajó varios años
en la vieja Terminal, también fue ordenanza y después mayordomo de una
empresa de seguros, a la noche era mozo en el comedor del Jockey Club,
el lugar - dice - donde más cómodo se sintió. Estuvo más de 20 años,
terminaba la jornada y salía, con un taxi, a engordar la billetera con
unos pesos más.
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“¿Descanso? Dormía poco. ¿Diversión? Ninguna”, expresa. El trabajo le
encanta y le hace sentir bien. De su anecdotario revela otra ocasión
perdida. Los dueños de La Biela le ofrecieron la explotación del
negocio: “Acá tenés la llave, con lo que trabaja vas a pagarnos sin
dificultad”, lo alentaron. “En ese tiempo a Venado lo conocían por La
Choza, La Biela y La Vuelta de Santa Fe, no por otra cosa”, arriesga
decir. “No agarré. ¿Por qué? ¡Qué se yo!” Otra vez se arrepintió.
Evoca el festejo de los gastronómicos y la carrera de los mozos en el
centro, “la organicé y la gané yo; hasta elegíamos nuestra reina. Era
toda una fiesta”.
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Destaca la compra de la sede de los gastronómicos de calle Saavedra,
siendo tesorero y bajo la conducción de Augusto Ambrossi. Fue
beneficiado con un viaje a Brasil por ser el mozo más cordial de la
provincia. Con una sonrisa comenta: “no se quién me acomodó, la
cuestión es que me eligieron, y viajé”. Puso una pizzería en
Estrugamou y Brown, que cobró fama con una pizza que gratinaba y era
picante como ninguna. “No hubo igual”, sostiene. Hace 20 años que dejó
el oficio. Confiesa que le atrae la mecánica y le hubiese gustado
correr en autos. No fue. Hoy saltó la barrera de los 80 pero está
activo y todavía decidido a no parar.
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Laboratorio de Analisis Clínicos

Mario Maestu