Dando lustre a la vida
Usted lo conoce, es el que anda por las calles y los bares del centro con un tranco sin apuro, con el banquito y su viejo cajón de lustrar pendiendo del brazo fatigado del ejercicio diario de la franela y el betún.
Usted lo conoce, es el que anda por las calles y los bares del centro con un tranco sin apuro, con el banquito y su viejo cajón de lustrar pendiendo del brazo fatigado del ejercicio diario de la franela y el betún. José Ramón Martinez es hijo de padres separados y desde chico sintió el golpe que le dejó la disolución del hogar y el reparto de hermanos, unos con la madre partiendo hacia otros rumbos y él quedando con su padre, en Pueblo Italiano, respirando el aire cordobés. Desde edad temprana tuvo que trabajar y aprender a resolver los avatares de una vida de privaciones; a los 15 años era dueño de un caballo que vendió (ensillado, aclara) a un vecino y con esa plata se vino para estos lados, afincándose en la casa de una hermana y dispuesto a labrar su porvenir. El primer trabajo fue en una panadería, experiencia que duró apenas un par de meses; después albañil y más tarde otra oportunidad lo llevó a un lavadero de autos, donde permaneció tres años en una tarea que le deleitaba en el verano y lo hacía sufrir en los duros fríos del invierno, pero que le sirvió para aprender que en tiempos de necesidades el laburo no se elige, se agarra lo que se puede para asegurar unas monedas en el bolsillo.
Para entonces ya moraba de pensión en pensión, de calle Juan B. Justo a otra en Casey, más cercana al centro, no porque le encandilaran sus luces sino por una razón de comodidad y conveniencia económica. Es que había decidido dejar de depender de la orden de un patrón y generar sus ingresos por propia cuenta: Lustrabotas y una parada de diarios en Belgrano y Mitre fue el comienzo, donde estaba La Biela, la primera, la de los “vermuses” del mediodía, los cafés humeantes de la mañana y el confesionario de las noches largas de la bohemia venadense. Ahí donde también supo ser lavacopas.
En ese tiempo había dos lustrabotas dueños de la calle: el turco Said, que tenía su parada en La Fama, (de Juan y Bernardo Mortarini) y el mudo Soria, personaje que le gustaba exhibir su pechera adornada con medallas de ignorada procedencia, con parada en La Biela: - “Si bien yo aparecía como una competencia no tuve problemas, ni con el mudo, con quien compartía el lugar, ni con el turco, que solía levantar la voz, pero de puro gritón que era, nada más; es que había amistad y siempre fui respetuoso de los demás. Por ahí tenía algunas agarradas pasajeras con el mudo, porque los vagos del Café le metían ficha y engranaba enseguida, se ponía como medio loco. Pero no pasaba de ahí.”
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Recuerda que el primer cajón lustrador se lo hizo José Palumbo, que tenía una carpintería en Brown y Estrugamou: -“El primero y único - señala - porque es el que sigo usando hoy; tengo 59 abriles, sacá la cuenta de los años que tiene”, me desafía: ¡Más de 40! Le contesto al voleo y me sorprendo. -“Algunos me preguntan cuándo lo voy a cambiar, no saben que le tengo un cariño especial, él sabe de mis penurias pasadas y también de que es mi compañero de la vida. ¡No lo puedo dejar, ni él a mí”!
Cuenta que con el tiempo empezó a hacer clientes de plata y de los que a veces no la tienen, “pero que después te pagan; son de confiar”, afirma sin vacilar. Esto le permitió relacionarse con gente que hoy le hace compartir su mesa en el bar en los momentos de ocio: -“Y esto me hace bien”, añade. ¿Por qué lo hacen? -“Talvez porque soy respetuoso y se ubicarme en los sitios que frecuento. Siempre tuve por norma al lugar que voy pedir permiso; es lo correcto, como saber disculparse cuando uno se equivoca. Así lo hice en el Café de la Esquina (en ese tiempo el propietario era Daniel Bertone) y me dijeron que ya había uno. No me quedó otra que lustrar a los que se sentaban afuera. Me acuerdo que en ese tiempo venía José Cibelli, que era cliente mío y tenía una mesa habitual de encuentro con su hermano Vicente y otros amigos en el interior del Café. ¿Entonces, qué hacían? Salían y ocupaban las mesas de la vereda para que yo les lustrara”. La solución vino por el lado de Nelson (Bruno), el encargado de la barra, pidiéndole a Bertone que lo dejara ingresar porque su clientela estaba dentro del local. -“Y así entré”, recuerda.
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Señala que el oficio le permite vivir dignamente, que los viernes y sábados son los días de más trabajo, y que los meses de enero y febrero la salida de vacaciones de la gente lo obliga a caminar un poco más y con eso compensa la ausencia de los clientes fijos: -“Son cosas del oficio”, dice con la sabiduría de la calle. Tampoco se siente afectado por la aparición de los nuevos modelos de calzado que necesitan de las aplicaciones del aerosol, producto que no usa porque no guarda relación con el rendimiento ni con la tarifa que tendría que cobrar para obtener un margen de ganancia aceptable: -“La gente no lo pagaría y hasta podría perder clientes”, conjetura. En sus manos no se advierten los restos del betún, como ocurría con los lustradores de antaño, que con sus dedos lo deslizaban sobre el cuero y hacían pases de mano y malabarismos en el revoleo del cepillo para deleite del cliente y los mirones ocasionales. Lo suyo es más simple: la pomada, el cepillado y los golpes secos y certeros de la franela sobre el zapato para el brillo final. Su esmero de artesano puesto al servicio del que paga. No más.¡Son años!
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Habla de su relación con la gente y se ufana del trato que tiene con Luis Grossi y su mesa de amigos, con Oscar Slozzer y los chicos del Banco de Santa Fe, que siempre que necesita le dan una mano; declara ser hincha de Sportivo Rivadavia en el fútbol local y “del que salió último en el campeonato nacional”. Avergozando adelanta que espera la revancha y acepta resignado que con River Plate tiene el sufrimiento incorporado; le gusta el tango: “el arrabalero”, enfatiza, tocado por el gordo (Aníbal) Troilo o (Osvaldo) Pugliesi; de (Astor) Piazzola se sincera y dice que no le gusta, porque no lo entiende; de las voces muestra predilección por Julio Sosa y el Polaco (Roberto) Goyeneche, y lamenta la muerte prematura de Jorge Falcón: -“un cantorazo”, lo define.
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Tiene a su esposa y cuatro hijos (tres varones y una mujer), ocho nietos y dos bisnietos. Sigue dándole al cepillo y la franela porque lo necesita para vivir y también porque quiere el oficio, aunque agrega “…acá, cuando se tiene más de 40 años es como que ya no servís, las posibilidades de trabajo se achican y tenés que rebuscártelas como podés; no se por qué, pero es así”, sentencia resignado. Pese a verlo como un oficio destinado a la extinción, rescata su trabajo: -“Es un laburo tan digno como cualquier otro, pero hoy se busca la más fácil, andar pidiendo limosnas o peor, el choreo. A mí los tiempos de malaria no me desviaron del camino que elegí, por eso ando tranquilo por la calle”.
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Al preguntarle por un momento de tristeza en la vida habla de la muerte de sus padres y hay un quiebre en la voz al recordar la pérdida de uno de sus hijos: -“No importa la edad, la muerte de un hijo es algo de lo que no te recuperás más”.
Cambia su rostro cuando incursionamos en su momento más feliz: -“Cuando llegó el primer hijo”, responde, y la felicidad se repitió cuando arribaron los otros, después los nietos y más tarde los bisnietos, tengo dos”, cierra con una sonrisa que le alegra la cara. Ramón es hoy el último lustrador de los tantos que caminaron las calles de la ciudad; es un tipo feliz, porque lustrando botines aprendió a valorar las pequeñas cosas de la vida: el dar las gracias, pedir permiso, un disculpe o un me equivoqué.
Porque sabe respetar el gesto amistoso de la gente y disfrutar de los buenos ratos junto a su familia y los amigos, sin pensar en lo que viene después.