Por Esteban Stiepovich

El atentado de asesinato a la vicepresidenta del país, en plena calle y frente a su casa, rodeada de una corte de militantes y adictos partidarios que terminan deteniendo al agresor ante la incapacidad de una custodia, hoy cuestionada, ha sido la imagen de estos días, sobresaltando al mundo y a los argentinos en particular, que de haberse consumado habría expuesto al país al riesgo de la caída al abismo y la locura. Ni aún en medio del desconcierto que lo puso en vilo, cuando los ánimos de la gente eran golpeados por la confusión y la irascibilidad de determinados discursos, la palabra del presidente de la Nación, esperada esta vez con una expectativa no frecuente en la población, supo llegar con el bálsamo de tranquilidad que el momento de incertidumbre reclamaba. En un claro ejercicio de oportunismo político, terminó acusando a la oposición, la justicia y los medios de comunicación, como responsables del odio en la sociedad y del frustrado intento de magnicidio a la vicepresidenta, a la que se sumó todo el arco oficialista, provocando el inmediato rechazo de la oposición y medios de comunicación independientes. Para vivirse después, toda una serie de elucubraciones disparatadas en medio de una investigación entre luces y sombras, montajes circenses, discursos amenazantes y otros de abierta confrontación que siguieron sacudiendo aún más el clima tenso y enrarecido de posteriores jornadas, agitadas por el feriado nacional que hiciera conocer en su discurso el primer mandatario, reñido con la realidad económica y social del país, ajena, distante de la responsabilidad de quienes conducen su destino. Una muestra más de la polarización y ceguera política que nos invade. La grieta en su mayor expresión, erigida en un manto sombrío que envuelve la perplejidad del presente y hace más lejano el futuro de los argentinos, que solo quieren un país normal, un trabajo digno y vivir en paz. 

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