Por Esteban Stiepovich
En fecha reciente una vez más el vandalismo, esa cultura de pandillas que pareciera imposible de combatir y erradicar, habría sido el generador de la lamentable noticia de violencia y destrucción del monumento erigido al bombero voluntario en la plaza San Martín, que también fuera objeto de una agresión menor tiempo atrás.
Más allá de la duda o el interrogante que pueda desprenderse de una declaración de la autora de la obra, que sin descartar la ejecución vandálica deslizó la eventualidad de una posible caída de la escultura, los indicios hacen asegurar a las autoridades lo contrario.
Una comunidad que en su mayoría tiene para con los monumentos una actitud de resguardo y respeto por su sentido simbólico y de reconocimiento a quienes posibilitaron lo que hoy somos, o que se manifiesta –como en este caso– en la destrucción de la escultura erigida en la plaza principal en homenaje al servicio que presta la institución de Bomberos a través de su cuerpo activo en la ciudad, no puede menos que preguntarse cómo pueden ocurrir estos casos de desprecio por los espacios y la cosa pública, que causan estupor y un inocultable y generalizado rechazo. Un hecho sobre el que solo se sabe que sus autores no fueron individualizados, que las cámaras de seguridad instaladas en el sector de la plaza tampoco habrían aportado elementos que facilitaran el accionar policial y que el paso del tiempo sin novedades que permitan dar con quienes lo protagonizaron, hace pensar que ha de quedar como un caso más de los tantos perpetrados contra los bienes públicos y la sensibilidad ciudadana, cuyo saldo deja al municipio una vez más teniendo que hacerse cargo de reparar o restituir lo que los vandálicos destruyen en la ciudad.
Lamentable, pero así estamos.